El modelo financista, por contraposición al modelo financiero tradicional, surge cuando los sectores público y financiero se independizan de su función instrumental y ejercen un control discrecional sobre la actividad real. La economía o ciencia de la correcta asignación de recursos escasos para satisfacer las necesidades del ser humano, degenera en ciencia de negociación y atribución de rentas entre grupos competidores. En términos empresariales, estos sectores dejan su función de servicios centrales, que son un coste necesario para la empresa, y es el resto de la empresa el que se convierte en un coste para la oficina de servicios centrales. Toda disfunción genera trastornos al organismo que la sufre; aquí el primero es que el coste de ambos sectores para el conjunto de la economía deja de ser óptimo para tender a máximo. El segundo es que la invasión del sector público y la falta de crédito asfixiarán a la base contribuyente y ahí nacería el nuevo orden mundial del estatismo financista, feo, pagano y elemental.
Al señalar en artículo anterior (noviembre 2008, disponible en la web) que el modelo financista es básicamente una salida errónea al abandono del patrón oro en 1971, que se va configurando mediante sucesivos “hallazgos” que ahora se demuestra que eran igualmente erróneos, se objeta que, en la época de los 80, con los presidentes Reagan y Thatcher, hubo una reducción del sector público y una liberalización de lo financiero siguiendo recetas neo-liberales y neo-conservadoras; y que tal apoteosis de libertinaje (se citan la remoción de la Glass Steagall Act en 1999 y la floración de nuevas “ingenierías” financieras) habría causado la crisis actual.
La evidencia es muy contraria a este lugar común: ya desde antes, pero sobre todo a partir de Greenspan en 1987, lo cierto es que empeoran mucho las cuotas de lo público, del dinero, o de la cantidad de deuda pública y privada en relación al PIB. Y si medimos por cuota de beneficio financiero sobre beneficio total, casi se duplica en 30 años, tanto en el modelo anglo-sajón (Estados Unidos entre 1973 y 1985 oscilaba sobre el 16%; en 1986 era ya del 19%; y en 2006, justo antes de la catástrofe actual, llega al 41%) como en modelo continental (España en los años 70 oscilaba sobre el 26% y en 2008 se sitúa en el 41%, o en el 56% incluyendo saneamientos). Con retórica socialdemócrata o liberal, el caos ha crecido igual. A mayor abundamiento, el Banco Internacional de Pagos de Basilea, piedra angular del modelo financista, que tiene como accionistas a 57 bancos centrales y sirve de foro para fijar criterios homogéneos y coordinar políticas, en su Acuerdo de 1988 (renovado en 2004) define el ratio de recursos propios a activos totales como “instrumento de control prudencial”, y asigna diferente consumo de recursos propios a las partidas del activo según sea su riesgo. Como por casualidad, la ponderación de la “tesorería, créditos y deuda de sector público o de bancos centrales de países OCDE” no consume recursos propios (creían que no tenía riesgo) mientras los “créditos hipotecarios” consumen el 50% de su importe (entonces no había subprimes), y los “créditos al sector privado, inversiones en Bolsa y resto de activos” consumen el 100%. La cifra total ponderada de riesgos de cada banco debe estar respaldada por recursos propios y deuda subordinada por, al menos, el 8% de ese importe total; ello permite multiplicar más de 100 veces los recursos propios.
Lo público es ya el Estado providente y protagonista, que retrasa el ajuste y diluye los desequilibrios causados por su gasto electoralista mediante sucesivas emisiones de moneda y deuda, mientras merma lógicamente la productividad del uso de recursos disponibles (que ya no parecen escasos porque el dinero se crea a voluntad). La inmensa deuda presente y su ubicuidad (internacional, nacional, autonómica y local) se explica por esta dinámica de concentración en lo público a partir de su calificación privilegiada; pero ya no basta con “cocinar” las estadísticas representativas (IPC, PIB, paro…) porque el problema de la deuda sólo podría cuadrarse con nuevos impuestos en cuantía inverosímil.
Un sector en crisis: En el modelo tradicional, la banca era un “negocio de perra gorda” (instrumental del sector real, es decir, con muchas operaciones y poco apalancamiento): A veces por tener un gran paquete de acciones y otras por su carrera bancaria, un gran banquero occidental accedía a la gerencia como empresario ordenado y representante leal; su sueldo era de más o menos 400.000 euros en términos constantes (unas 30 veces el salario menor). Tanto banqueros como ejecutivos bancarios carecían de incentivos para perder el autocontrol (aún hoy se puede notar esta mentalidad en bancos y cajas pequeñas, asediados por una competencia asimétrica) y la contabilidad, aunque no sea una ciencia exacta, intentaba reflejar la imagen fiel de la empresa bancaria. Como no se podía retirar a los 45, “su casa” (el banco) era algo que debía proteger para mantener una vida bastante acomodada mientras estuviera en activo.
En el modelo financista, la banca pasa a ser un “negocio de gestión de recursos” (independiente del sector real, con menos operaciones y apalancamiento a lo grande). Banqueros y ejecutivos bancarios acceden a la gerencia como “amos del universo”, grandes fichajes que no arriesgan su propio capital, se agencian el permiso de la junta de accionistas y se atizan ingresos anuales exóticos (unas 250 veces el salario menor). Su incentivo es maximizar beneficios a corto plazo, reales o contables, porque ahí va el bonus del año; la contabilidad es ya una ciencia impresionista, que refleja una imagen de tonalidades negociadas. La supervivencia sólo depende de su riesgo sistémico, de si es “demasiado grande para caer”.
Lo único que no ha variado en la banca es la propensión a encajarle al sector público las pérdidas y, cuando son demasiado grandes, reclamar el rescate. La única forma de romper con el secuestro implícito en la gestión deficiente es la “destrucción creativa”, la misma que obra milagros en el sector privado o en la pequeña empresa bancaria.
Quizá haya que volver a la cultura tradicional y redefinir el objeto social bancario, para que vuelva a ser la aburrida tarea de asignar recursos escasos de forma diversificada y asegurando que se obtiene su mayor productividad, en lugar del excitante trasiego de apuestas de alto contenido especulativo y en conflicto de interés con los clientes. Quizá haya que redefinir el consumo de recursos propios por riesgo incurrido, para reanudar la financiación de la mejora constante de la productividad y dejar de contribuir a hacer mayor la bola de nieve financista. Quizá haya que establecer límites al tamaño de los actuales mega-bancos, cuyas cuentas reflejan la valoración de muchas inversiones sofisticadas hechas por un mosaico de filiales que operan en países y divisas variadas. El control y la gestión de tan rica diversidad sin riesgo moral no parece sostenible y su eficacia para liderar la actividad real parece discutible. Quizá los bancos centrales tengan que desarrollar funciones nodriza, del tipo de las que realiza Euroclear en bonos y acciones, de forma que el sistema sea fiable y que la banca sostenible tenga acceso a economías de escala. Quizá la solución sea recapitalizar a los bancos para reponer los recursos propios que se han perdido (fallidos) o que están atascados (morosos), y reanimar así la concesión de crédito. Quizá una solución sea cambiar los criterios de remuneración de los gerentes para que tengan menos incentivos a la temeridad; los decibelios del sillón deberían acompañar a la creación de riqueza. Quizá haya que establecer criterios especiales para los derivados, operaciones legítimas, cuando se vea que degeneran en manipulación para alterar el precio de las cosas porque varios “cazadores” se han aliado para crear avalanchas de oferta, artificiales y súbitas, en beneficio propio y perjuicio de terceros desprevenidos. Hay más, pero vale por hoy.